¿Quién fue Rosa Luxemburgo y qué puede aprender la izquierda moderna de sus escritos?

by Redacción

Algo muy interesante nació tras el estallido en 2008 de la burbuja hipotecaria de Estados Unidos, lo que desató el colapso económico de los mercados internacionales y la crisis más aguda que se había registrado desde la Gran Depresión de 1929. El surgimiento del movimiento 15-M en España o las manifestaciones de Occupy en Wall Street indicaban que buena parte del mundo tenía claro quiénes eran los responsables del más reciente desastre económico. Por esto, las protestas no solo se convocaron frente a los Palacios de Gobierno, sino también se dieron frente a las matrices de los grandes bancos que tuvieron que ser rescatados por el Estado, y en frente de las mansiones de los CEOs que cobraron bonos millonarios mientras miles eran desalojados de sus casas. Era como si hubiera ocurrido un despertar a lo largo del mundo. ¿Acaso estos “indignados” por fin habían adquirido conciencia de su condición de clase, cumpliendo una de las predicciones de Karl Marx dentro de su concepción materialista de la historia? Aquella consigna que leía “somos el 99%” sin duda daba la impresión de un chispazo revolucionario.

Pero así como en todas las crisis anteriores, el liberalismo burgués volvió a recurrir a su manual de emergencias y ejecutó el protocolo para lidiar con este desencanto cíclico de la clase trabajadora. Tranquilizó a las masas a través de la propaganda de los medios, deslegitimó al movimiento al tacharlo de anarquista y unamerican, y reprimió con violencia a los pocos que se aferraban a sus pancartas en la plaza pública. Y aunque bien parecía que las industrias del capital regresaban a sus prácticas expansivas y explotativas, como si nada hubiera ocurrido, en la contienda presidencial de 2016 volvió a escucharse una voz que criticaba al sistema que permitía la perpetuación de una desigualdad económica desmesurada. Era la voz de Bernie Sanders, Senador del Partido Demócrata, quien tuvo la osadía de etiquetarse a sí mismo como ‘socialista’, ni más ni menos que en la Unión Americana.

Así como en México y en otros países de Occidente, la palabra ‘socialismo’ en Estados Unidos carga una connotación negativa que suele ser empleada para vilipendiar a un político con un ideario izquierdista. En generaciones anteriores, el término conjuraba imágenes siniestras de gulags, la Gran Purga de Stalin, detenciones arbitrarias, espionaje doméstico, la Revolución Cultural de Mao, la bomba atómica, la pobreza en Cuba, los Campos de la Muerte de Pol Pot, escasez de mercancías, hiperinflación, tanques en las calles de Praga y otras terribles consecuencias atribuidas a los totalitarismos del siglo XX. Ignoremos por un momento la aceptación que ha gozado la socialdemocracia en Europa y Sudamérica en las últimas décadas, ¿quién, en su sano juicio, querría volver a un régimen totalitario?

Pero 2016 fue algo distinto. La generación millennial nunca pasó por el contexto de polarización paranoica que impregnaba en la Guerra Fría. Para ellos, los temibles comunistas son los villanos caricaturescos en las películas de James Bond y no la amenaza constante al ‘Sueño Americano’ de libertad y democracia. Pero hoy, si hablamos de libertad, el modelo neoliberal ofrece a los jóvenes la libertad de escoger entre deudas universitarias, comida chatarra, departamentos carísimos, entretenimiento frívolo, trabajos mal pagados y sin prestaciones, una amplia variedad de drogas farmacéuticas, múltiples ofertas para tramitar tarjetas de crédito y opciones inalcanzables para un retiro digno. Un ‘Sueño Americano’ algo decepcionante, si le preguntan a cualquiera en la clase media-baja. En un par de décadas, los villanos pasaron de ser los estereotipos del comunista ruso a los empresarios avaros del gran capital. Fue entonces que Bernie Sanders introdujo una (vieja) nueva idea al debate público: El programa democrático socialista.

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¿Qué es un demócrata socialista? Para los estudiantes de ciencias políticas, su agenda es muy similar al de los socialdemócratas europeos, por lo que se cuestiona que el senador Sanders no haya empleado el mismo término. En un planteo general, la socialdemocracia lucha por la sindicación, las reformas sociales y la democratización de las instituciones políticas. Nada terriblemente radical en el marco histórico, pero sin duda radical en una sociedad profundamente arraigada en la cultura individualista que ha impulsado el neoliberalismo desde los años de Reagan y Thatcher. Es por eso que las víctimas de este modelo -cuyas comunidades están al borde de caer en el precipicio del Tercer Mundo- percibieron una nueva esperanza de vivir con dignidad en la agenda reformista del senador Sanders y los recién rejuvenecidos DSAs (Demócratas Socialistas de América, grupo que adoptó la rosa roja como su símbolo).

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Alexandria Ocasio-Cortez.

A pesar de que su propio partido le puso el pie para que surgiera Hillary Clinton como la candidata de los ‘dinosaurios’ liberales que le haría frente a un subestimado Donald Trump, el movimiento de Bernie Sanders fue la gran sorpresa de 2016. Una vez superada la amarga derrota que dejó la elección primaria, los seguidores de Sanders cerraron filas y emprendieron una marcha democrática que terminaría con el sorprendente triunfo de decenas de jóvenes en las elecciones locales y federales de 2018. Por su carisma y dinamismo, los medios seleccionaron a Alexandria Ocasio-Cortez, de apenas 29 años de edad, como el rostro de esta nueva ola democrática socialista que le ha inyectado nueva vida al enquistado Partido Demócrata. Como consecuencia, la joven congresista de Nueva York ha desplazado a Nancy Pelosi y a Hillary Clinton como la mujer más odiada por conservadores y republicanos (y muchos liberales) que ven en su agenda “radical” la intención de transformar al país en Venezuela, el boogey man moderno de las campañas políticas occidentales.

Lo que por fin nos trae de vuelta a Rosa Luxemburgo, otra mujer de la lucha socialdemócrata que en su momento también fue aborrecida por los hombres de la clase política, incluso por los hombres de su propio partido, temerosos de que pudiera transformar a Alemania en la Rusia Soviética. Claro, como marxista revolucionaria, el discurso de Luxemburgo se coloca a varios kilómetros a la izquierda de Ocasio-Cortez (y cualquier otro miembro de los DSA) pero hay muchos elementos de este discurso que la izquierda occidental moderna -reformista y/o progresista- puede rescatar, no solo en Estados Unidos, también en México y en Latinoamérica.

Pero antes de sumergirnos en sus textos, habrá que hacer un repaso de su vida y por qué la recordamos en este día en particular…

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Tumba de Rosa Luxemburgo.

ROSA LUXEMBURGO: A 100 AÑOS DE UN CRIMEN

El 15 de enero de 2019 se conmemora el centenario del asesinato en Berlín de Rosa Luxemburgo, una de las primeras víctimas de la tendencia ultraderechista que un año después daría vida al Partido Nacionalsocialista Obrero Alemán. La reconocida teórica marxista murió mientras era torturada, a raíz del golpe que le propinó un paramilitar protonazi con la culata de su rifle, provocando un traumatismo craneoencefálico. Su cuerpo fue recogido por los Freikorps y llevado a la orilla del canal Landwehr para luego ser arrojado al agua.

Al momento de su detención, Luxemburgo era acompañada por Karl Liebknecht, compañero revolucionario y co-fundador de la Liga Espartaquista y el Partido Comunista de Alemania. Los dos fueron trasladados a un hotel empleado como centro de detención clandestino por la contrarrevolución para ser interrogados. Liebknecht murió de un disparo a la espalda. El cuerpo de Luxemburgo fue hallado meses después, ya en un estado avanzado de descomposición; la líder revolucionaria apenas pudo ser identificada por los restos de su vestimenta. Años más tarde, los soldados involucrados en el crimen fueron reconocidos por el gobierno nazi de Adolf Hitler por la ejecución de estos actos.

De manera irónica, la autoridad que ordenó la aprehensión de Luxemburgo -mas no su ejecución- fue un viejo camarada del Partido Socialdemócrata de Alemania (SPD) que en aquel año de 1919 gobernaba al país tras el triunfo de la Revolución de Noviembre: Friedrich Ebert, canciller y luego primer presidente de la República de Weimar. Pocos días antes del doble homicidio, Luxemburgo y Liebknecht participaron en el Levantamiento Espartaquista, una insurrección armada integrada por marxistas revolucionarios que veían a los socialdemócratas como traidores al objetivo final del programa socialista: la conquista del poder político por parte del proletariado.

Para mantener la estabilidad de un país derrotado -un país que apenas había firmado el Tratado de Versalles tras el final de la Primera Guerra Mundial- el canciller Ebert tuvo que formar alianzas con diversas facciones conservadoras y nacionalistas en la sociedad alemana para sofocar la amenaza inmediata del bolchevismo. Al incorporar estos elementos reaccionarios del viejo orden, Ebert y el SPD abandonaban cualquier intención de abrir las puertas a la dictadura del proletariado. Trágicamente, el Levantamiento Espartaquista no pudo obtener el apoyo de una masa popular amplia y consciente, tal vez porque esta masa ya estaba harta de la guerra, por lo que Luxemburgo supo que esta insurrección estaba condenada al fracaso. No obstante, se integró a esta causa perdida, tal vez sin sospechar que años más tarde sería recordada como un mártir de la revolución, una voz influyente del comunismo de izquierda y un ícono del feminismo.

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Rosa Luxemburgo en 1907.

Ahora que se hizo un recuento de los eventos que desembocaron en su violenta muerte, a los 47 años de edad, vale la pena hacer un resumen de su fascinante vida. Para empezar, ella no nació en Alemania, sino en una región de Polonia que aún formaba parte del Imperio Ruso en 1871. De origen judío, Róża Luksemburg vivió de carne propia el anti-semitismo que contaminaba el ambiente europeo en el siglo XIX. A pesar de los prejuicios, la joven Rosa cultivó su mente, se sumergió en la literatura y encontró su pasión en la política, simpatizando de inmediato con el discurso proletario y estudiando con fervor las teorías científicas del socialismo desarrolladas por Marx. En 1897 presentó su tesis doctoral en la Universidad de Zúrich sobre el desarrollo industrial en Polonia, de las muy pocas mujeres en toda Suiza en obtener un doctorado a finales del siglo XIX. Aquel mismo año, se mudó a Berlín, convencida de que una revolución socialista solo podría darse en un país con las condiciones económicas de Alemania; así que se casó con un alemán con el único propósito de obtener la ciudadanía (a los pocos meses obtuvo el divorcio).

Bajo la mirada de Karl Kautsky, no pasó mucho tiempo para que Luxemburgo se viera involucrada en las polémicas de la política alemana, defendiendo con los dientes las bases teóricas del socialismo científico frente a la nueva tendencia revisionista propuesta por Eduard Bernstein que terminaría por privar a la socialdemocracia de su esencia emancipadora.

“LA MÁS BRILLANTE DE LOS INTELECTUALES MARXISTAS”

Tal fue el cumplido que hizo Christopher Hitchens sobre Rosa Luxemburgo al destacar su forma independiente de pensamiento y su facilidad para detectar ciertos patrones en el panorama político, prediciendo el “barbarismo” que arrasaría con Europa de la mano de los nacionalismos, o la supresión de libertades individuales bajo un régimen burocrático-autoritario como el soviético, todo esto a partir de los lineamientos del socialismo científico. Su lealtad nunca se vio reflejada en alguna organización política o en alguna bandera nacional, sino en la defensa del marxismo revolucionario como única base teórica para alcanzar la emancipación internacional del proletariado y el fin de la lucha de clases. Es por tal motivo que Luxemburgo se mantiene como una entrada incómoda en la historia del socialismo, ya que no encaja con el ideario de ninguna corriente política que usurpó el programa socialista.

¿Quiénes fueron los blancos de los dardos de Luxemburgo que la encaminaron a enemistarse con casi todas las tribus de izquierda?

En primer término, los socialdemócratas, por secuestrar al partido que debió guiar a la clase obrera hacia la conquista del poder político. A partir de la revisión a las teorías de Marx -como la teoría del valor y la dialéctica- los socialdemócratas encontraron un hueco muy cómodo dentro de la organización capitalista de la propiedad y del Estado, reduciendo la lucha socialista a un programa de reformas políticas y sindicales cuyo único objetivo consiste en elevar la situación de la clase trabajadora, y a implantar el socialismo, no por medio de una crisis política y social, sino por una ampliación progresiva del control social y por un gradual cumplimiento del principio cooperativista. Luxemburgo los condena de esta manera en Reforma o Revolución:

…no les será posible derrocar la ley del salario, pudiendo, en el mejor de los casos, reducir la explotación capitalista a los límites que en un momento dado se consideren normales.

Los anarquistas -o socialistas libertarios- tampoco quedan bien parados ante la crítica devastadora de Rosa Luxemburgo. Para ella, la eliminación del Estado como organización política implica un retroceso a la mentalidad de secta, cuando el socialismo era un llamado a la justicia social previo al descubrimiento de Marx de la necesidad económica dentro de su interpretación materialista de la historia. Y con respecto a los líderes populistas, aquellos “redentores de la humanidad”, aquellos “Quijotes de la historia”, que no consiguen nada más que “puñaladas y palos”, Luxemburgo recurre a la burla sarcástica en el mismo ensayo citado arriba:

La relación de pobre y rico como justificación, histórica del socialismo, el principio del cooperativismo como su contenido, la partición más justa como su fin, y la idea de la Justicia como su única legitimación histórica…

Pero su crítica más severa se manifestó en sus últimos años de vida contra los destellos autoritarios, cada vez más frecuentes, de Vladimir Lenin, así como su proyecto de centralización del poder político para contenerlo en un aparato burocrático, apartado de las masas. Con el triunfo de la Revolución de Octubre de 1917 que vio el establecimiento del primer estado socialista del mundo, Luxemburgo alabó la capacidad de acción de los bolcheviques que lograron “salvar el honor del socialismo internacional”. En aquel entonces, la marxista polaca mantenía la esperanza en la lucha de su viejo camarada ruso, con el que sostuvo una relación de rivalidad intelectual por muchos años, desde que se conocieron en persona en los congresos de la Segunda Internacional. Desafortunadamente, con el avance de la Guerra Civil en Rusia, Luxemburgo se desilusionó tras enterarse de los métodos “antidemocráticos” de los bolcheviques para adueñarse del poder, silenciando a los integrantes de los otros partidos en los soviets. Estas acciones la movieron a redactar su frase más citada: “La libertad es siempre la libertad de los disidentes”. En su ensayo sobre La revolución rusa, ella elabora:

Sin elecciones generales, sin libertad de prensa, sin libertad de expresión y reunión, sin la lucha libre de opiniones, la vida en todas las instituciones públicas se extingue, se convierte en una caricatura de sí misma en la que sólo queda la burocracia como elemento activo.

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Conmemorando el centenario en Alemania.

Ahora bien, ¿qué puede rescatar la izquierda moderna de sus ensayos? ¿Si la democracia es parte esencial de una dictadura del proletariado, hay motivo para retomar el socialismo científico? ¿O debemos resignarnos para siempre al desarrollo del capitalismo industrial, con sus contradicciones internas, sus crisis recurrentes y -un nuevo elemento nunca expuesto por Luxemburgo- su talante destructivo del planeta (sobre este último punto, quizás la escritora nunca imaginó que la humanidad pudiera permitir que el capitalismo llegara tan lejos, estrechando los límites de las necesidades económicas)?

Está claro que el modelo neoliberal -el mismo que ha exacerbado la desigualdad social, el impacto de las crisis financieras y los efectos del cambio climático- ha caducado. Si Rosa Luxemburgo fuera testigo del panorama actual, es probable que vería con desdén a los grupos socialistas y socialdemócratas de la actualidad y argumentaría que estos partido de centroizquierda van a recetarnos su programa de reformas sociales para aliviar el dolor, pero no para resolver el problema de raíz (la anarquía creciente de la economía), porque estas reformas se siguen presentando dentro de las vías del capitalismo, sujetos a las reglas del liberalismo burgués. ¿Entonces cuál es el camino a tomar?

¿REFORMA, REVOLUCIÓN… O TRANSFORMACIÓN?

En su toma de protesta, el nuevo presidente de México, Andrés Manuel López Obrador, hizo un diagnosis de la corrupción que padece el país y su causa probable: “Ningún modelo ha sido tan desastroso. El modelo económico neoliberal ha sido un desastre, una calamidad para la vida pública del país,” dijo así frente al Congreso de la Unión, las delegaciones del extranjero y millones de televidentes. En una transmisión reciente de Es la hora de opinar, Javier Tello hizo un análisis certero del proyecto lopezobradorista al clasificarlo como “antineoliberal”, pero no se atrevió a pronunciar la etiqueta “reformista” o “revolucionario”, quizás porque el presidente no se ajusta a ninguno de estas clasificaciones.

Una de las actividades favoritas de los politólogos ha sido el intento de encasillar a AMLO en alguna de las corrientes de izquierda, sin que pueda manifestarse un consenso general. Podría afirmarse que López Obrador es simplemente ‘lopezobradorista’. Sin duda, dentro del amplio movimiento que engloba Morena, el partido cuenta entre sus filas a viejos comunistas, a luchadores sindicales, a activistas ambientales, así como a socialdemócratas de centro-izquierda. Pero se dice que la formación intelectual de AMLO no tuvo su origen en la escuela marxista, sino en las corrientes de izquierda del PRI, herencia del cardenismo. Por tal motivo, bajo los lineamientos del socialismo científico expuestos por Rosa Luxemburgo, López Obrador no podría ser un revolucionario, ya que si lo fuera… no sería presidente. La conquista del poder político debe llevarse a cabo por las masas, no por un individuo, y aquellos que asumen el poder de manera autocrática -como Castro en Cuba o Chávez en Venezuela- traicionan el auténtico programa socialista.

Bajo esta lógica, la Cuarta Transformación debe juzgarse como un proceso de reformas sociales dentro del marco capitalista, tal vez un tanto más “radical” que el programa de cualquier otro sexenio, pero nada que ver con la progresiva socialización de los medios de producción o la organización del proletariado, pre-requisitos de la abolición de la propiedad privada y el fin de la lucha de clases. Rosa Luxemburgo tal vez se pronunciaría irritada ante el surgimiento de un reformista disfrazado de populista, ya que desvía al proletariado de la meta de adquirir conciencia de su condición de clase. El “pueblo” opta más bien por poner todas sus fichas en una figura mesiánica, un “Quijote de la historia”, en lugar de apostarle al desarrollo progresivo de la democracia. En Reforma y Revolución ella escribe:

Todo el que desee mayor fuerza en la democracia, ha de querer, justamente, un fortalecimiento, no una debilitación del movimiento socialista, no debiendo olvidar jamás que el relegar las tendencias socialistas supone el abandono, por igual, de la democracia y del movimiento obrero.

Pero es difícil llegar a una conclusión. El mismo López Obrador ha dicho que nunca había visto a un México más involucrado en los procesos democráticos y, por su lado, Luxemburgo escribe que “la revolución socialista supone una lucha larga y tenaz, en la cual el proletariado, según todas las probabilidades, más de una vez habrá de ceder terreno por haber tomado el timón”. Y remata: “La conquista solo puede ser producto de un derrumbe progresivo de la sociedad burguesa, por lo cual lleva en sí la legitimidad política-económica de un fenómeno inevitable en el tiempo”.

En otras palabras, nos movemos con lentitud, pero nos movemos por buen camino…

Con información de Noticieros Televisa

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