Junto al amargo pastel de su segundo aniversario en la Casa Blanca, la propuesta más emblemática de Donald Trump —un muro que separe su ario Estados Unidos de la marrón América Latina— se parece más a un montoncillo de escombros que a un paredón.
En los últimos días, el hombre que llegó a la presidencia al promocionar su maestría para cerrar tratos demostró las suposiciones: que es un negociador muy malo. Su primer intento de forzar a los demócratas a darle miles de millones de dólares para amurallar a México acabó en la paralización del gobierno y en el cierre de administración más largo de la historia estadounidense. Los siguientes intentos de presionar —incluido un viaje a la frontera— también fracasaron.
Tal vez sea el momento de que tanto daño sea reparado: construyamos el muro de Trump. Pero no frente a México: alrededor de Trump. Construir un gran, bello, alto muro que contenga y controle sus devaneos de aprendiz de zar. Es una reversión del campo semántico: que el muro que Trump busca construir a lo largo de la frontera con México acabe rodeando su propio comportamiento fronterizo.
Este 2019 será el año más largo del siglo, pues acaba el 3 de noviembre de 2020, cuando Estados Unidos decida si reelige a Trump o recupera alguna cordura. El problema central: Trump aún puede ganar en 2020.
En dos años, Trump no ha hecho más que hablar a su propia base, amalgamada detrás de una agenda discriminatoria y aislacionista, pero los pronosticadores creen que si no hay recesión y se mantiene la creación de empleo tiene una oportunidad de obtener votos independientes que le aseguren un segundo mandato. Que el trumpismo haya sido derrotado en las elecciones intermedias es harina de otro costal: a mitad de mandato se vota para producir correctivos morales. A los presidentes de Estados Unidos, en cambio, los reeligen los bolsillos llenos o el patrioterismo de una guerra contra algo.
Pues acabemos con esa posibilidad: hay que rodear a Trump.
El muro contra Trump ya existe, y no es de concreto, sino ideológico, legal, político y social y, a diferencia del que él desea en su frontera sur, tiene suficientes recursos, proveedores y materiales para terminar de ser erigido.
Los primeros cimientos vienen de la investigación del procurador especial Robert Mueller sobre los vínculos de la campaña de Trump con Rusia. Son cimientos porque sus resultados no son visibles —aún—, pero la paciencia de Mueller y su voto de silencio ya han conseguido sembrar resultados políticos: el gobierno de Trump está desesperado por el temor a que algosurja al final de la investigación y sus nervios alimentan errores y abren nuevos frentes.
Por su parte, los medios han provisto una buena porción de la argamasa del muro. No ha habido oposición más consistente y dedicada al símbolo Trump que el periodismo: hechos contra bulos, información versus fake news. En cierta medida, la permanencia y el crecimiento de la resistencia civil a Trump se sostienen en la decisión de la prensa de mantener vivas investigaciones y acusaciones sobre el presidente y su entorno a pesar de la virulencia de la Casa Blanca y el Partido Republicano (GOP) contra medios y periodistas.
Los medios han dado al enojo social un megáfono para mantenerse vivo como baremo ético. De hecho, si hay un actor protagónico para levantar la pared moral contra el presidente de Estados Unidos es la sociedad civil. A diferencia del muro de Trump, pensado para excluir, el muro contra Trump se construye por inclusión. Las marchas de mujeres al inicio del mandato, Black Lives Matter, el trabajo de las organizaciones civiles contra las maniobras segregacionistas de musulmanes y la separación y enjaulamiento de niños migrantes han exhibido una mayoría social capaz de hablar en voz alta y movilizarse velozmente.
La penúltima expresión de esa sociedad civil —el voto de las elecciones intermedias— dio algunas medidas de la fortaleza del muro contra Trump. Estados rojos como Arizona y Texas están intensamente disputados por los demócratas. Estados donde el Partido Republicano manipuló los distritos electorales para agenciarse el poder con perjuicio a minorías quedaron bajo acecho por un impresionante caudal de votos anti-GOP y Trump.
El resultado electoral —que demostró que sí, se puede— ha creado un imperativo democrático: Trump no debe tener un segundo mandato. Su daño a la convivencia racional entre adversarios ha sido significativo. El GOP profundizó la brecha tolerando y validando su autoritarismo. La narrativa del conservadurismo trumpiano postula que solo el poder vale, sin importar su relleno ideológico.
La mejor noticia es que hay mazos y martillos para hacer polvo el muro de Trump. Por un lado, las elecciones intermedias probaron que la oposición política y social tiene aparato y candidatos para ofrecer en 2020. Pero antes que eso, la Cámara de Representantes en manos demócratas posee un par de candados para echar al muro de Trump. Una es la posibilidad del siempre boyante proceso de destitución del presidente si la investigación de Mueller demuestra que se cometió un crimen. La otra es política y suena a justicia poética. Darle a Trump lo que el GOP le dio a su antecesor, el demócrata Barack Obama: un congreso obstruccionista que frene todas las iniciativas de la Casa Blanca y llene sus despachos de citaciones para sus funcionarios. El gobierno de Trump puede acabar en un pantano agónico.Y eso, claro, no es sano. Sucede que no deja de ser trágico que la elección del presidente de la nación más poderosa del mundo se defina por oposición antes que por propuestas. Y es ciertamente agrio que el modo de combatir a Trump sea con medidas que pueden dañar la operación de la mayor economía global. Y, por supuesto, no hay nada alegre en los muros: separan, nunca reúnen.
Pero juntar todos esos procesos es, en este caso, determinante. Trump es tóxico, no facilita una conversación razonable y tiene como misión la destrucción de los precarios e imperfectos equilibrios democráticos para imponer su voluntad autocrática. Trump daña. Por ende, como un virus, debe ser aislado, cercado y controlado. La Casa Blanca bien se merece ese muro.
Diego Fonseca es un escritor argentino que vive entre Phoenix y Barcelona. Es autor de “Hamsters” y editor de, entre otros títulos, “Crecer a golpes” y “Tiembla”.