Nayib Bukele lidera ampliamente las encuestas para la elección presidencial en El Salvador, que tendrá lugar en pocos días. Bukele, un joven disidente del partido gobernante, Frente Farabundo Martí para la Liberación Nacional (FMLN), es una hoja en blanco. Casi no ha dado detalles del gabinete de su eventual gobierno y se ha rehusado a debatir. No ha necesitado hablar. Su gran activo ha sido el rechazo generalizado de la ciudadanía a los dos partidos que gobiernan el país desde hace 30 años.
De acuerdo con datos de la encuesta Latinobarómetro, solo seis por ciento de los salvadoreños tiene confianza en los partidos, la cifra más baja de América Latina. En el resto de la región los porcentajes no son mucho mejores: el promedio regional es 13 por ciento, menos de la mitad del 30 por ciento que manifestaba confiar en los partidos en 1997. Cualquiera que sea el resultado electoral, El Salvador, uno de los pocos países latinoamericanos que aún conservaba un sistema de partidos sólido, con agrupaciones robustas, disciplinadas y estables, habrá entrado en las revueltas aguas en que navegan casi todas las democracias de la región, donde la creciente volatilidad e irrelevancia de los partidos es ley.
La debilidad de los partidos es uno de los problemas más serios de la democracia en América Latina. Negarse a enfrentarlo es resignarse a tener una política balcanizada, volátil, caudillista y, por ello mismo, machista. Una política que engendra todos los monstruos que América Latina debe liquidar de una vez por todas.
En la demolición de los partidos y de los sistemas partidistas en la región converge una multitud de causas. Mucha de la desconfianza reinante ha sido ganada a pulso: hunde sus raíces en la corrupción y las prácticas autoritarias de muchas de las organizaciones existentes. Pero en ese proceso también ha sido determinante la entronización de un discurso populista que describe al partido como un agente patológico de la democracia y la encarnación de todas sus miserias.
Ese mensaje ha tenido su traducción institucional. Por años se ha aplicado a nuestras democracias el supuesto bálsamo de personalizar la representación, pese a que no hay evidencia alguna de que ello haya robustecido la legitimidad de las instituciones. A partir de la década de los ochenta, trece de los dieciocho países de la región han introducido alguna modalidad de lista abierta, voto preferencial o candidaturas independientes. El apoyo a la democracia en la región, así como la satisfacción con ella, son hoy considerablemente más bajos que hace dos décadas, como lo son también los niveles de confianza en partidos políticos, congresos, gobiernos, poderes judiciales e instituciones electorales. Donde se han aplicado, esas reformas han dejado una larga estela de raquitismo partidario e ingobernabilidad.
En un mundo de organizaciones políticas evanescentes la vida política es, para usar la expresión de Hobbes, “desagradable, brutal y corta”. Desprovista de organizaciones políticas capaces de intermediar entre gobierno y sociedad y de agregar intereses sociales diversos, la democracia acaba por ser una descarnada disputa entre grupos de presión, que deshilacha el interés nacional y privilegia a los más organizados y mejor dotados de recursos. En ese juego corporativizado los pobres siempre pierden. También lo hace el largo plazo: ¿quién se anima a negociar grandes acuerdos de Estado con actores políticos que pueden ser sustituidos en su totalidad en la siguiente vuelta de la noria electoral?
Sobre todo, la política sin partidos fuertes es el reino de los caudillos, los improvisados y los empresarios con ambición de poder. Montado en un vehículo electoral insignificante, Jair Bolsonaro pasó como un huracán sobre los partidos establecidos en Brasil y hoy preside una macedonia política inédita desde el inicio del siglo: en el Congreso hay treinta agrupaciones. Lo mismo hizo Andrés Manuel López Obrador, sobre la base de una organización creada a su imagen y semejanza, Movimiento de Regeneración Nacional (Morena), que conscientemente evitó denominarse como partido. Y luego está Mauricio Macri, el arquetipo de un fenómeno cada vez más común en la región y más allá: el del potentado que funda y financia su propia estructura política. Con todos sus defectos, donde hay partidos sólidos y la ascensión a una posición de liderazgo implica pasar por una institución establecida, existe un filtro, imperfecto pero real, contra los mesías de ocasión, generalmente autoritarios.
La precariedad de los partidos genera otra consecuencia antidemocrática rara vez señalada: los caudillos, improvisados y empresarios casi nunca son mujeres. Hace ya algunos años tuvimos cuatro jefas de Estado en América Latina. La elección de figuras como Laura Chinchilla, Dilma Rousseff y Michelle Bachelet mostró que las mujeres estaban llegando a la presidencia por sus propios méritos, no por ser esposas o hijas de nadie. Ellas tres provenían y fueron electas al frente de partidos dignos de ese nombre: Liberación Nacional en Costa Rica, el Partido de los Trabajadores en Brasil y el Partido Socialista en Chile.
Si es cierto que, como me dijo alguna vez una lideresa política colombiana, “los partidos políticos son instituciones más machistas que el promedio”, también lo es que su destrucción no ofrece sino un desierto para las mujeres. A un partido se le pueden imponer cuotas de representación. En un partido, con órganos y comités, las mujeres pueden pelear y ganar espacios hasta llegar a la cima. Nada de esto es posible en los vehículos electorales de los candidatos independientes. No hay hoy una sola mujer que ocupe la presidencia en América Latina. Eso no es casual. La licuefacción de los partidos es un camino rebosante de testosterona, para nuestro mal.
Es mucho lo que se puede hacer para fortalecer a los partidos y a los sistemas partidistas en la región. Es necesario diseñar reglas electorales que eviten la imparable fragmentación del sistema de partidos, que condena a la disfuncionalidad y a la corrupción a un país como Brasil. Los sistemas de financiamiento estatal de los partidos deben utilizarse para sufragar menos activismo electoral y más tareas permanentes, particularmente de formación, educación y promoción de liderazgos, en especial femeninos. Y, por supuesto, hay que ser irreductible en exigir mayor transparencia, democracia interna y representación de grupos vulnerables en los partidos.
El debilitamiento de los partidos y su sustitución por andamiajes personales y transitorios es una ruta con pocas victorias para la democracia. América Latina no necesita sustituir a los partidos; lo que necesita urgentemente es fortalecerlos y hacerlos más democráticos.
Reportaje especial de The New York Times