A finales del año pasado se inauguró en Helsinki la biblioteca Oodi, que fue recibida por los medios de todo el mundo como la biblioteca del futuro. Se trata de un edificio impresionante, diseñado por el estudio de arquitectos ALA, que alberga una de esas mediatecas que se han impuesto en los cinco continentes como la respuesta más adecuada a la pregunta que atormenta a los políticos culturales: ¿cómo podemos lograr que los ciudadanos sigan acudiendo a espacios librescos, compartidos y públicos?
Aunque posea una colección de cien mil libros y zonas de lectura en silencio, en Oodi se privilegian los ámbitos de formación, conversación y encuentro: cafetería, sala de proyecciones, zona familiar, restaurante, aulas de tamaños diversos, espacios de reunión informal. Su icono es el Balcón de los Ciudadanos, una gran terraza con mesas y sillas y unas espectaculares vistas de la metrópolis.
Todas esas características de la Biblioteca Central de Helsinki fueron decididas democráticamente. Incluso el presupuesto, que fue participativo, o el nombre, que significa «oda».
Pero nada de todo ello hubiera sido noticia global si la nueva biblioteca no estuviera en Finlandia y si no fuera tremendamente icónica. Porque los países nórdicos son sinónimo —incluso en estos tiempos de deportaciones y xenofobia institucional— de innovación pedagógica y social; y el edificio que acoge esa supuesta vanguardia es hermoso y fotogénico.
Como las listas de las mejores librerías del mundo, las de bibliotecas acostumbran a confundir la espectacularidad con la excelencia. La arquitectura fìsica la puede pagar el dinero, pero es más difícil comprar la estructura emocional. Las mejores bibliotecas del mundo tal vez no estén alojadas en edificios impactantes, no tengan impresoras 3D ni aparezcan en los telediarios; pero sin duda están haciendo un trabajo por sus comunidades comparable o mejor que el de las bibliotecas nórdicas. No apuestan por la arquitectura millonaria sino por los sistemas de lectura, esto es: los lectores.
No es casual que los ejemplos más elocuentes de ese otro tipo de institución estén en el hemisferio sur, siempre menos visible que el norte. Ni que se trate de proyectos que luchan a través de la lectura, el estudio y el arte contra la discriminación, la violencia y la pobreza.
La red de Bibliotecas Públicas Móviles de Colombia —que el gobierno anterior bautizó como Bibliotecas Móviles por la Paz—, está conformada por veinte estructuras modulares que combinan las estanterías con libros y los dispositivos tecnológicos, el espacio de lectura con el de formación.Veinte pequeñas constelaciones instaladas en puntos clave del país para trabajar por la alfabetización y por la reconciliación en comunidades especialmente atormentadas por la guerra.
El proyecto de la Biblioteca Nacional de Colombia que dirige Consuelo Gaitán adaptó a las necesidades locales el dispositivo que diseñó Philippe Stark para Bibliotecas Sin Fronteras. Como la intención secreta de esos inventos hipermodernos —descritos por su creador como un módulo educativo y centro multimedia móvil y pop up— es estimular el ingenio artesanal, la biblioteca de Gallo inventó la Canoa Literaria para que, a través de los ríos, la cultura llegue a las aldeas de los alrededores; y desde otra biblioteca pública móvil el bibliotecario Víctor Solís Camacho impulsó el servicio de la Muloteca Viajera, que transporta en dos grandes cajones libros, juegos, tecnología y materiales para realizar manualidades.
La estadísticas demuestran que en los lugares donde actúan sube la alfabetización y baja la criminalidad, se va diluyendo el conflicto; los adultos encuentran espacios seguros para el diálogo y los niños imaginan futuros que hasta hace muy poco les estaban completamente vedados, como ingresar algún día en la universidad.
También en Honduras encontramos un modelo opuesto al de la arquitectura ostentosa. Gracias a su proyecto de bibliotecas infantiles, por el departamento de Lempira están en estos momentos circulando doscientas mochilas viajeras, que parten de veintitrés bibliotecas escolares y dos bibliotecas públicas. Los bibliotecarios y las mochilas han revolucionado el horizonte de expectativas de la infancia, animando a los niños y niñas tanto a la lectura sistemática de historias como a la creación de sus propios textos. Leer y escribir también son formas de eso que llamamos «empoderamiento». Las bibliotecas se convierten en escenarios de teatro, de danza, de títeres, de mimo y de cuentacuentos. Estímulan tanto la progresión de uno como la acción de todos.
Ha sido tal el éxito del experimento, son tantos los jóvenes que han descubierto alternativas a la violencia o al fracaso escolar, que en estos momentos se está tramitando una propuesta en el Congreso Nacional hondureño para imitar la fórmula en todo el país. Mientras tanto en Lempira se están construyendo cinco nuevas bibliotecas y ya han sido aprobadas diez más.
En Finlandia cuentan con el dinero, la voluntad política y las dinámicas sociales que permiten hacer realidad proyectos tan alucinantes como Oodi. Pero ese hecho no debe eclipsar la existencia de otro tipo de proyectos, de base y en red, que tienen que superar muchísimas dificultades para lograr un éxito equivalente.
Uno de esos obstáculos, el de la corrupción, lo ha diseccionado David Hidalgo en La biblioteca fantasma, una impecable investigación periodística del saqueo sistemático que ha sufrido la Biblioteca Nacional de Perú durante demasiado tiempo. Y un perfil muy valioso de su director por excelencia, el académico y bibliotecario ejemplar Ramón Mujica, quien acabó perdiendo su batalla quijotesca por desenmascarar a los culpables y recuperar los libros.
Reivindicando a ese héroe libresco, el cronista y director de Ojo Público nos recuerda una obviedad imprescindible: las bibliotecas no son edificios, son personas. Durante siglos han sido espacios de aspecto pasivo, donde la actividad ocurría sobre todo en los cerebros de los lectores. En este cambio de siglo se han vuelto dinámicas, escenarios performativos. Y reclaman más compromiso que nunca.
Los niños y las niñas de Lempira escriben reseñas de todos los libros que leen y muestran orgullosos las listas de sus cientos de lecturas. Publicaron el año pasado un libro —editado por Salvador Madrid y Albany Flores— titulado El árbol de los libros. Varios de los cuentos hablan de la lectura y de los libros. Uno se titula «Superlectora» y lo firma Ariani Alcántara, de 11 años. Termina con una afirmación inocente y no obstante pertinente, porque lo resume todo: «Solo lee para ser feliz».
Con información de The New York Times