La frontera México-Estados Unidos es un embudo que encausa a los migrantes hacia una trampa mortal: el desierto, la única zona de la línea fronteriza sin muros. Esta es una crónica sobre las Águilas del Desierto, el grupo de voluntarios dedicados a rescatar a quienes a los migrantes perdidos y fallecidos en el desierto de Arizona.
La corona de espinas
Seremos entonces la Corona de Espinas del Desierto
Raúl Zurita
“Por aquí, más por acá de este lado, un coyote abandonó a mi hermano y a mi primo. Los dos murieron. Hicimos tres búsquedas. Hasta la tercera lo encontramos. Y ya pues, y ya, los esqueletos”, me dice Ely mientras señala con el cigarro prendido las llanuras donde la pérdida derivó en una vocación limítrofe: encontrar a los migrantes, vivos o muertos, que se pierden en el desierto de Arizona.
Son las 2 de la mañana en una gasolinería de Gila Bend, un pueblo a 135 kilómetros de la frontera con México. En esta parada de tráilers, donde el paso del tren interrumpe conversaciones (“estos trenes son largos como el chisme”, precisa nuestro entrevistado en algún momento), Ely nos cuenta el momento que habría de convertirse en la piedra angular de un proyecto de socorro.
A las afueras de este pueblo nombrado por la curva que dibuja el río Gila, esperamos al resto del equipo de las Águilas del Desierto, una asociación de voluntarios dedicada a rastrear migrantes perdidos. Conformado casi exclusivamente por migrantes que en algún momento cruzaron ilegalmente, ellos vienen desde Los Ángeles, San Diego o Tucsón para atender reportes de familiares e incluso de los mismos migrantes que se han perdido mientras cruzaban la frontera.
Cuando perdió a su hermano, Ely ya tenía 27 años del otro lado: un trabajo, una casa, una hija universitaria. Como ciertos personajes de ficción que encuentran el llamado heroico tras la pérdida de un ser querido, Ely fatiga los llanos en búsqueda de afectos ajenos. Más que una prolongación de la exequias, su proyecto es una extensión del cariño, marcada por el nomadismo que distinguió a las tribus apaches que habitaron esta hosquedad nombrada por los españoles, según Álvaro Enrigue, en recuerdo de la tierra rojiza de un pueblo aragonés: Ariza.
Gerónimo se rindió en 1886, pero este terreno sigue siendo materia de peregrinajes y disputas:
“Si tú pones a pensar, Texas tiene su propio muro, tanto muro electrónico como muro físico. Tijuana viene siendo exactamente lo mismo, sí, la frontera de Tijuana con San Ysidro-San Diego. Tienen el muro físico, un muro electrónico. ¿Entonces qué es lo que pasa? Se les pone más difícil a los migrantes pasar por esos dos extremos, los canalizan hacia lo que es el desierto de Arizona”, habrá de contarnos al día siguiente Pedro, integrante de las Águilas y residente de Tucsón, en el pórtico de una casa en el pueblo de Ajo.
La frontera México-Estados Unidos es un embudo que manda a los migrantes hacia una trampa. Según cifras oficiales del gobierno norteamericano, en las últimas dos décadas han muerto 7216 migrantes mientras cruzaban la frontera.
Esa cifra contrasta enormemente con los cientos de miles que la patrulla fronteriza detiene cada año. Sólo en 2017 hubo más de 300 mil detenciones, mientras que únicamente se reportaron 294 muertes. Sin embargo, organizaciones sugieren que la cifra negra sería mucho mayor.
“Es un muro natural. La naturaleza está encargada de crear ese muro. Y el desierto es simplemente un enemigo silencioso, una bestia devoradora. Son miles los muertos, son miles los muertos que están aquí en el desierto de Arizona. Son pocos los que se recuperan y miles los que se quedan”, me comenta Pedro, quien califica el muro de Trump como un alarde de ignorancia.
Aunque una congresista local propuso recientemente que un impuesto estatal a la pornografía financie el muro, Pedro me asegura que ni siquiera los republicanos anti-migrantes de Arizona aprueban el muro por la sencilla razón de que no sirve.
Ely nos explica que la misión del día será encontrar a tres personas. En septiembre habían incursionado cinco mexicanos y ni uno salió vivo, ni siquiera el coyote. Dos de ellos ya habían sido encontrados. Sin embargo, en estas búsquedas es muy probable que encuentres algo completamente distinto a lo que estabas buscando, pero sin duda es más fácil lidiar con los muertos que con los vivos.
Eso lo sabe muy bien Gerardo, encargado de recibir la llamadas de emergencia de parte de los familiares. Mientras Ely fundó las Águilas tras la búsqueda de su hermano y su primo, Gerardo se unió tras sobrevivir a un trasplante de riñón que frenó años de diálisis y deterioro. Llevar un órgano que nació con otra persona lo llevó a una revelación: había vivido mucho tiempo en una burbuja, ajeno a los martirios que sorteaban aquellos que buscaban una vida como la que él había conseguido en Estados Unidos.
Ahora, con frecuencia su teléfono suena en horas inoportunas. Del otro lado de la línea pueden estar los familiares que han perdido contacto o incluso los mismo migrantes. Acorralados por la circunstancia, se ven obligados a subir al cerro para pedir auxilio con frases contundentes, en llamadas que habrán de ser turnadas a la patrulla fronteriza: “Ya no aguantamos, nos quedamos sin agua”.
Durante sus búsquedas, el contacto de las Águilas con los vivos suele ser mediado por casualidad. En medio de un recorrido un bulto asoma en el horizonte, puede ser un coyote, puede ser un padre de familia, puede ser alguien que está por fallecer. Aunque los hallazgos de las Águilas se cuentan por decenas, cada caso es recordado por ellos hasta el más ínfimo detalle, como si hubiera un esfuerzo, acaso involuntario pero sin duda generoso, de que los rescatados sobrevivan más como una historia que como una cifra, más como una persona que como un dato.
“Cada uno tiene su grado de tragedia”, nos dirá Gerardo al respecto. “Por ejemplo Martín, un migrante que encontramos junto al agua, y que tenía tres días tirado y no podía tomar agua, aunque estaba a escaso medio metro de ahí y estaba muriendo. Gracias a Dios llegamos a tiempo y se pudo salvar, ¿no?
“Hay otro caso cuando vimos a una señora joven guatemalteca con su niño en brazos y estaba perdida pues ya no sabía qué hacer. Aunque estaba viva esta señora y su niño, de todas maneras, pensar lo que una noche no les iba a traer, te duele, duele mucho, se te salen las lágrimas, aunque no quieras se te salen las lágrimas, nomás de estar pensando. Porque empieza una combinación de sentimientos, de que si qué tal si hubiera sido tu hermana, qué tal si hubiera sido tu hijo, ¿no?
“De los más difícil que yo he visto es cuando encontramos un migrante muerto y estaba también a aproximadamente a unos cien metros del tambo de agua. Y murió por deshidratación. Y posteriormente fue destrozado por canibalismo de los animales salvajes. Se lo comieron. Imagínate. No pudo alcanzar al agua… y hay una bandera, hay un marcador donde estaba el agua, pero él ya no pudo llegar y se quedó muerto ahí.
“Y hay otro caso donde un migrante, Rubén, él se tiró a morir porque ya no pudo caminar, en la zona de Charlyvelpass, junto al Cerro de la Aguja. Se puso a rezar, él nos lo contó en persona: ‘Yo ya me muero aquí’. Pero él despertó al día siguiente porque los buitres lo empezaron a picotear. Entonces dice: ‘No, yo aquí no me voy a morir’. Y se levantó y siguió caminando.”
En estos casos es que la ley les impide trasladar al migrante herido o desorientado por la deshidratación. Pueden auxiliarlos, pueden ofrecerles agua y comida, pero no pueden subirlos a sus vehículos porque estarían infringiendo la ley y un acto de bondad sería considerado por una corte como mero tráfico de humanos.
“Es una desgracia. Es un encuentro de sentimientos. Porque te lo encuentras y lo puedes tocar, pero no lo puedes subir a tu camioneta y llevarlo y ponerlo a salvo”, confiesa Gerardo.
Demasiado caliente para cruzarlo de día en verano, demasiado frío para cruzarlo de noche en invierno, el desierto es la última barrera que debe sortear un migrante que ya ha recorrido casi cuatro mil kilómetros. Sin embargo, muchos de los migrantes que salieron de Honduras con la Caravana Migrante a finales del 2018 ya han pasado por este último muro que los separa de la carretera interestatal 8; cruzando esa línea son casi libres. Pero muchos mueren en el último tramo y los cientos de casos registrados no disuaden a los que vienen. ¿Qué podría detener este éxodo?
“El muro es inaceptable, físicamente hablando del muro”, sostiene Pedro, quien sueña con ese otro muro simbólico cuyas características todos conocemos aunque nadie conozca los planos precisos; Pedro enumera las palabras que los políticos mexicanos y centroamericanos invocan en campaña (prosperidad, trabajo, seguridad, educación) y él, en cambio, recuerda como lo que son: meras promesas rotas.
Viento amargo
They’re waiting inside
They’re waiting to wash your eyes out
Their hands are alive
Alive with a fervent anger
Mastodon, “Sultan’s Curse”
Poco antes de que amanezca nos encontramos con el resto del grupo en un Seven Eleven a las afueras de Ajo, un pueblo a 64 kilómetros de la frontera con México. De ahí conducimos hasta un terreno adyacente a una base militar donde los soldados juegan “a las guerritas”, como lo describe Pedro, quien conduce la pickup en la que llevan a los que trajeron coches que no son aptos para los caminos del desierto, dibujados más por la costumbre que por el trazo de ingenieros.
A lo lejos, detrás de mallas ciclónicas, se vislumbran las barracas de tiro donde jóvenes aprenden a tirar sobre enemigos imaginarios que se guarecen en cajones de tráilers e imitaciones de latón de tanques soviéticos. Los enemigos van y vienen en la danza geopolítica, pero la paranoia con la que se entrena es la misma a través de las décadas.
Mientras Esteban comparte la batea con un estudiante de cine que filma un documental ayudado por su profesora, en el interior de la pickup nos acompaña una chica de ascendencia nicaragüense que vino desde Compton, California, y una profesora de UCLA que me asegura que en la morgue de Tucsón la mayoría de los cuerpos pertenecen a migrantes. Su mayor hallazgo en esos congeladores mortuorios fue un migrante con una marca en el cuello preservada por el frío y el rigor mortis: se había colgado.
Un integrante puertorriqueño de la border patrol habría de asegurarle que, aunque ese caso era a todas luces extraordinario, los suicidios son comunes entre los desesperados que perdieron el camino, y más tarde la cordura, por culpa de la deshidratación.
Bajamos de los vehículos, nos dividen en dos equipos de búsqueda y nos llenan de advertencias y consejos. Para nuestra fortuna el invierno hace improbable un encuentro con una víbora de cascabel, pero esa certidumbre no impedirá que mi corazón se acelere cada vez que doy un mal paso que lleva mi pierna hasta el fondo de un agujero en la arena que, asumo, es un nido ovíparo.
“Las aves tienden a hacer sus nidos con las cabelleras de los muertos”.
Cuando conocimos a Gerardo en Tijuana, el enlace con las Águilas, él nos aseguraba que el desierto con frecuencia parece la embajada de otro planeta. “Es como caminar en Marte”. En aquella ocasión él había conducido desde Los Ángeles hasta el albergue Benito Juárez en Tijuana solo para advertir a los migrantes de los peligros de cruzar por el descampado.
Ahora caminamos 30 personas siguiendo una formación lineal que cubre el terreno como un rastrillo de jardinería. Entre cada uno de nosotros hay casi cincuenta metros de distancia y con frecuencia es difícil distinguir a la lejanía al extremo del grupo, aun si todos portamos chalecos de un amarillo ultra fosforescente.
Lo primero que te explican antes del recorrido es que busques el brillo blanco e inusual que anticipa un hueso, pero también te advierten que debes fijarte en las copas de los árboles: las aves tienden a hacer sus nidos con las cabelleras de los muertos.
Con frecuencia uno imagina el desierto como una sucesión matorrales tan solitarios como idénticos; para un advenedizo, el paisaje se asemeja a los fondos repetitivos de las caricaturas de antaño donde Tom persigue a Jerry por pasillos hogareños que, como la cacería animada, se tornan en un loop sin fin. Sin embargo, aunque parezca Marte, el terreno no es uniforme. Más bien es un parque temático tan sutil como peligroso.
Un área de grava suelta es seguida de cactáceas, pasos más adelante te encuentras en un pedregal de tezontle que habrá de desembocar en una pequeña loma flanqueada por cactus de tres metros de altura. Al respecto, Esteban sugiere en broma que acaso los gringos que nos dibujaban a los mexicanos durmiendo recargados un cactus no nos imaginaban tan chaparros; simplemente los cactus era demasiado altos.
La poca sombra la proveen el palo verde y un arbusto de flores amarillas que todos llaman “gobernadora” gracias a una habilidad propia de políticos mexicanos: nada crece debajo de ella. Esa planta bienhechora de nombre siniestro contrasta enormemente con la noble apariencia de las choyas, cactus que me recordaron vagamente a las tunas, pero cuyas dolorosas espinas parecen dispararse hacia aquel que pasa junto a ellas.
Siendo 22 de diciembre, nos ha tocado la versión más benigna del invierno; los rigores de estos recorridos nos llegan solo de oídas. Ha habido quienes sufren golpes de calor, ha habido quienes se pierden en medio de la exploración tras deshidratarse rápidamente, ha habido quienes se les derriten las suelas de los zapatos, ha habido quienes se encuentran con animales poco amigables como las serpientes.
Nosotros, en cambio, apenas tendremos contacto con cuervos, un conejo que parecía una piedra antes de levantar sus orejas para emprender la carrera y una manada de ciervos que pasó a medio kilómetro de distancia.
En esta llanura de discreta exuberancia, la única embajadora de la humanidad es la basura. “Ni te fijes, esto es un basurero”, me advierte José, un administrador de clínicas médicas que funge como líder del equipo.
Para los novatos, los desperdicios y la ropa parecen indicios insoslayables, mientras que para los veteranos son apenas huellas borrosas del paso migrante; para ellos, la basura es tan abundante que es preferible ignorarla: latas de atún y de refresco, zapatos que no cuentan con su par, bidones de agua y mochilas vacías, celulares cuyos lomos se joroban tras reventarse las baterías, playeras planchadas y descoloridas por el sol que crujen como cartón si se les desdobla.
Los migrantes mantienen la economía de Sonoyta, el pueblo fronterizo de lado de México donde se abastecen antes de cruzar; desde los bidones hasta el calzado, todo lo compran en el pueblo donde suelen encontrarse con un coyote que puede cobrarles hasta diez mil dólares para llegar a Chicago. “Y el problema está en que a muchos los engañan los coyotes. Porque les dicen ‘vamos a caminar 3, 4 horas’. Se traen un galón, dos galones de agua y esas tres cuatro horas se convierten en 5, 6 días”.
“La arena brilla como si el desierto estuviera espolvoreado con diamantes, porque aquí se probaron bombas”.
Así como los brigadistas se van despojando de capas de ropa a medida que el sol asoma detrás de colinas lejanas, los migrantes dejan a su paso una ruta de despojos que el sol decolora y el viento entierra en estos llanos que a cada milla parecen más y más ajenos al planeta Tierra.
Me convenzo definitivamente de que esto es un anticipo de lo que habrá de vivir los colonos en Marte cuando se abre ante mí un claro inusual: un enorme círculo, imperfecto pero a todas luces artificial, donde la arena brilla como si el desierto estuviera espolvoreado con diamantes.
Alguien me explica que, en algún momento de la historia, el ejército norteamericano probó bombas en este terreno y asumo que en realidad estos diamantes repentinos son vidrios minúsculos producto del calor y la presión de una ola expansiva, primos sintéticos de las fulguritas que se forman cuando los rayos de una tormenta tocan la arena de una playa.
A cada rato la fila se detiene ante falsas alarmas. Abundan los huesos de animales y las ropas abandonadas son un indicio incierto. Poco a poco, aunque sin perder la concentración, las conversaciones afloran aún a metros de tu compañero más cercano. A mi lado camina Alfredo, cuyo amplio bigote y su pelo largo le han valido un apodo que porta con cierto orgullo: Buki, lo nombran, por evidente parecido. Así le dicen desde que llegó a Estados Unidos a los 25 años. Como muchos, su cruce fue un largo juego de huida y retirada. Lo regresaron en nueve ocasiones en el área de San Diego.
En su décimo intento optó por cruzar escondido en un tren de carga que lo llevó hasta San Clemente, donde empezó a trabajar en chambas tan variadas como lavador de coches, constructor y, ahora, jardinero, con un salario de quince dólares la hora. El agradecimiento que profesa hacia California solo es comparable con el discreto rencor que a veces parece sentir hacia el sur: “En México no se produce nada, solo problemas”, sentencia.
Mientras cruzamos el lecho de un arroyo seco, me explica que en California tuvo por primera vez en su vida la sensación, tan debatible como temporal, de que su destino dependía únicamente de su voluntad. En Michoacán las cartas de su vida estaban jugadas antes de que empezara la partida: sabía dónde trabajaría, en qué calle viviría y con quién habría de casarse. En Estados Unidos, en cambio, se convenció de que no había más guión que su voluntad.
Casi todos en las Águilas parecen conocer ese sentimiento de libertad inaudita, pero igualmente todos admiten que cruzar hace veinte años era un juego de niños comparado con los retos que debe sortear un migrante hoy en día.
El desierto es un laberinto sin paredes donde puedes recorrer kilómetros enteros sin una referencia geográfica que te asegure que no das vueltas en círculos; y no pocos migrantes aseguran haber caminado por días siguiendo un mero espejismo.
Las pocas referencias visuales que hay son cerros que no vienen consignados ni nombrados en casi ningún mapa. El Cerro de Buda, el Cerro del Elefante, el Paso del Diablo: todas estas referencias fueron bautizadas por coyotes y migrantes. En nuestro viaje de ida y vuelta por la llanura el referente más cercano es el Cerro de la Aguja, que nunca parece acercarse a nosotros por más que caminemos.
Asumo que para calcular distancias en el desierto aplicaría la misma regla que en el otro campeón natural en cuanto a falta de referencias visuales: el mar. Desde la playa, la distancia que calcules, debes multiplicarla por dos para obtener una estimación razonable. El Buki no tiene amplia experiencia con distancias marítimas pero de buena gana concuerda con mi hipótesis antes de pararse de súbito e interrumpirse:
“Viento amargo”, dice al aire mientras ambos detectamos el inconfundible olor de la putrefacción. No habremos de encontrar nada a la redonda y acaso se deba a que en este lugar la muerte también es materia de espejismos.
Pero los hallazgos llegan: de pronto, alguien detecta una blancura atroz en el horizonte y grita: “¡Un hueso!” Bajo la sombra de una gobernadora encontramos un fémur y un cráneo.
La disciplinada alineación se rompe y todos se arremolinan alrededor de los restos que están acompañados por unas ropas que el sol ha endurecido: unos pantalones de mezclilla, dos pares de tenis y una camisa. Temo que se rompan las prendas cuando un voluntario las desdobla haciéndolas crujir como hojas de papel. En los bolsillo aparece un billete de diez quetzales y tres tarjeta del Tren Suburbano de la Ciudad de México.
Los defeños de la expedición nos hacemos de inmediato de una imagen precisa: las decenas de migrantes que toman el tren que va de Buenavista, en el corazón de la ciudad, hacia el Estado de México, para continuar su recorrido hacia el norte como polizontes en trenes de carga.
Aunque no hay un solo experto forense entre nosotros, la experiencia les ha enseñado que los dientes jóvenes en un cráneo bien formado solo pueden pertenecer a un adolescente. “No pudo tener más de dieciocho”, sentencia José.
Asumimos por los billetes que este adolescente que tomó subió al tren en Buenavista era guatemalteco; cualquiera sabe que, una vez cruzando la frontera, todas las divisas del sur no valen más que como souvenirs de la vida que se abandona.
¿Qué se hace cuando se encuentra una osamenta? ¿Cuál es el protocolo para mostrar respeto hacia una persona de la cual no sabrás su nombre pero, en cambio, conociste una parte de su cuerpo? Es como reconstruir la vida de un edificio antes de haber sido demolido, con su fachada, la forma de los pasillos y las ventanas, la distribución de los cuartos, los ductos de gas, luz y cañería, las historias, costumbres y preocupaciones de cada uno de sus inquilinos, todo a través del breve contacto con los cimientos.
Cada quien adquiere un ritual distinto: los veteranos resoplan mientras toman las coordenadas del hallazgo, los más jóvenes miran de soslayo. Aunque en rigor ya no se trate de una persona sino de cúmulos de calcio limados por la tierra y el viento hasta conseguir un brillo uniforme, cada quien se inventa o acude a un ademán que demuestre respeto. En estas circunstancias, incluso un sentido y leve “chale” es admisible. Me persigno.
Como escribió alguna vez Agustín Fernández Mallo, para el interior del cuerpo la luz es la muerte. Nuestro organismo exige trabajar en completa oscuridad. Todo cuerpo es una cápsula de penumbra. Cualquier contacto con fotones indica que las dinámicas bioquímicas que nos sostienen corren el peligro de detenerse; y mientras más profundo cava un resplandor, más difícil es que la vida siga su curso. La luz es la muerte y si algo sobra en este sitio es la luz, una luz tan potente que ni siquiera las cuencas de este cráneo se hacen sombra a sí mismas.
Ese no será el único hallazgo del día. A un kilómetro de distancia encontramos huesos que el azar ha dispuesto sobre la tierra como un cuadrado casi perfecto. Los rituales se repiten: alguien toma coordenadas, alguien aventura el nombre de los huesos, uno más delimita la osamenta con cinta morada.
La gran regla que Ely nombra antes de ingresar al terreno es no tocar nada; solo los forenses pueden levantar estos restos que ya han sido arrastrados por los animales y el viento. Pero incluso en esto hay excepciones: la tercera osamenta que encontramos está regada entre las hojas de un matorral y es necesario meter la mano y extraer los huesos para poder contarlos y emitir un reporte.
Según Pedro, bastan tres días a la intemperie para que un cuerpo sea limpiado por completo. Los animales y el viento colaboran como si este espacio fuera una sola voluntad. Nuestro último hallazgo es una osamenta compuesta por tres huesos informes y un cráneo del cual nadie se animó a calcular su edad ni su sexo. A un metro de distancia, alguien había apoyado una rama en dos piedras.
Aunque se había perdido el eje horizontal de esa cruz, la intención era evidente: alguien improvisó un funeral sin féretro en medio del recorrido. ¿Se trataba de dos compañeros o alguien se compadeció con los restos de un desconocido? En cualquier caso, y como en todos los ritos mortuorios que ha inventado la humanidad, el gesto habla más de los vivos que del fallecido.
Mientras nos alejamos de la osamenta acordonada, recuerdo el suplicio relatado en “Sultan’s Curse” de Mastodon. En esa canción, un monarca depuesto se ve obligado a cruzar “océanos de arena” en solitario; como un Rey Lear del desierto, se pregunta por la familia y el poder perdidos mientras “duerme bajo cobijas de estrellas”. Víctima de un embrujo y los rigores del camino, el sultán reza por una lluvia que le impida morir de sed. En el delirio enfrenta un espejismo personal: “Te esperan adentro. Te esperan para lavar tus ojos. Sus manos están vivas. Vivas con una ira fervorosa.”
¿Cómo será morir en estos parajes? Esa es la pregunta que me hago tras cada hallazgo y que habré de repasar en los días siguientes. La agonía descrita por el sultán de la canción se cruza con lo contado por el sobreviviente picoteado por buitres. Sin embargo, no alcanza a describir lo visto por aquellos que ya no despertaron.
“La muerte no es vivida, la muerte no es un fenómeno de la vida”. Este juicio de Wittgenstein sobre los límites de la experiencia se recrudece cuando el fallecimiento, el hecho más íntimo que pueda imaginarse, ocurre en un llano sin testigos: morir en el desierto es morir solo dos veces.
La fila de exploradores dibuja una curva antes de llegar a las faldas del Cerro de la Aguja. Durante un breve descanso donde compartimos fruta y refresco, antes de emprender el regreso a los vehículos que ya no se ven en el horizonte, Esteban me informa que según su contador de pasos hemos caminado el equivalente a la distancia entre el Ángel de la Independencia y el Zócalo.
Para ambos la referencia es exacta; como pareja de reporteros hemos recorrido varias veces esa ruta cubriendo manifestaciones. Al final del recorrido, habremos caminado escasos ocho kilómetros que no son una muestra representativa de lo que debe caminar un migrante que, si viene desde Honduras, ha recorrido casi cuatro mil kilómetros.
“Las Águilas hallaron ocho osamentas, cadáveres que el desierto va desintegrando hasta dejar huesos sueltos”.
No encontraremos a los tres mexicanos que fueron el pretexto de esta búsqueda. Pero las Águilas saben trabajar en la incertidumbre y están acostumbrados a hallazgos ajenos al itinerario.
Al final de la jornada, las Águilas hallaron ocho osamentas, cadáveres que el desierto va desintegrando hasta dejar huesos sueltos que ahora están a la espera de una prueba de ADN que, con suerte, les de nombre y rostro para finalmente ser repatriados.
Al principio sentí que había un dejo de cansancio cuando Ely nombró el hallazgo de su familiares la madrugada anterior. Ahora, al salir del desierto comprendo que no se puede ahondar mucho cuando un individuo con una historia y una personalidad, con planes y decepciones, es reducido al puro calcio por los rigores del clima y la fauna. Tras morir en el desierto, ni siquiera sobrevive tu nombre; de tu historia no queda más que el código genético que pueda extraer un forense en un laboratorio. “Y ya, nomás los esqueletos”.
La lluvia que caerá
se abrirá completamente el verdor Infinto del Desierto
Raúl Zurita
Tras dejar el desierto regresamos al pueblo de Ajo, donde las Águilas habrán de pasar la noche con el fin de realizar una segunda búsqueda por la mañana del domingo. Nuestra anfitriona, Anna, es de los pocos integrantes gringos de las Águilas. Su español es tan notable como su simpatía hacia los numerosos desconocidos que inundan su sala. Cenamos tacos con tortillas hechas a mano que la familia de Ely Ortiz trajo desde California y bebemos suficiente cerveza como para relajarnos pero no tanta como para emborracharnos.
A la hora del postre, llega una comitiva local conformada por una veintena de pobladores, todos güeros, que se agolpan en el patio, cada uno con una vela. Se trata de una improvisada vigilia en memoria de los migrantes caídos y en honor a las Águilas. Mientras los locales hablan en inglés, los rescatistas responden en español; mientras unos citan pasajes del libro de Matthew, los otros responden con versículos de Mateo; mientras los pobladores traen pasteles caseros, los foráneos ofrecen tacos de bistec acompañados de salsa y frijoles.
Estos arizonianos no guardan nada en común con los coterráneos que a principios de diciembre interrumpieron un mitin pro migrante en la Plaza Wesley Bolin en Phoenix. Para ellos no es motivo de orgullo tener como patio trasero una fosa común más grande que varios países de Centroamérica; solo en el cuadrado dibujado entre Ajo, Tucsón y la frontera cabe con holgura El Salvador; Arizona es casi el triple de grande que Honduras.
En este pueblo de dos mil personas donde cada jardín parece una versión bonsai de los llanos que recorrimos, la estrategia migratoria imperante es vista como lo que es: un crimen marcado por la cobardía y maquillado por las leyes, donde se encausa a los migrantes hacia la muerte o hacia detenciones inhumanas donde se les obliga a dormir en el suelo de jaulas.
Ignoro qué tan conscientes sean los pobladores de Ajo de un dato geográfico: desde aquí está más cerca Honduras que Washington,escasas cien millas de diferencia que en la práctica dicen poco, pero que en el terreno de los símbolos lo significan todo.
Días antes, cuando llegamos a nuestro hotel en Tucsón, lo primero que noté fue una notable edición de la Biblia en el cajón del buró del cuarto. Se trataba de una Biblia de Gideon. Aunque a mí me pareciera lo suficientemente linda como para llevármela a casa, esta Biblia estaba lejos de ser única. Gideones Internacionales asegura haber distribuido dos mil millones de biblias desde su fundación a principios del siglo XX, principalmente en hoteles. Ya sea como bálsamo, como somnífero o como mero adorno, una Biblia se antoja insospechadamente útil en un cuarto de hotel.
Aunque sabía de antemano que esas biblias son hechas literalmente para que puedas llevártelas si lo deseas, cumplí con la cortesía de preguntar en recepción si podía quedármela. No supieron responderme. Claramente, no hice una petición común. Cuando regresamos de Ajo, lo primero que me dice la recepcionista es que no solo puedo conservarla; también pueden darle una Esteban si lo desea.
Esa noche repaso la lista de promesas más importante en la historia de Occidente: el “Sermón de la montaña”, la primera vez que un profeta aseguró a los esclavos que serían idénticos a sus amos. Nadie nunca había prometido salvación irrestricta, menos aún un profeta había borrado las barreras y las distancias entre un dios y los humanos. Ningún predicador se había atrevido a tanto.
Hacia el final del sermón, Jesús asegura que su Dios “hace llover sobre justos e injustos” (Mateo, 5:45). Esa aseveración me parece particularmente redentora tras oír tantos casos de gente que murió por falta de agua. Además, pocas horas antes había tenido contacto con la más célebre reversión de ese versículo y ese pasaje de la Biblia.
Conduje 300 kilómetros en la madrugada, desde Ajo hasta Tucsón. Mientras Esteban dormía en el asiento del copiloto, yo me enfrentaba con la recta más soporífera de mi vida, donde las esporádicas curvas parecen un capricho cuyo única función es impedir que los conductores se duerman.
En una estación de gas, donde vimos un coyote temeroso asomado entre la maleza, la dependienta de la tienda escuchaba una versión country de “A Hard Rain’s a-Gonna Fall” de Bob Dylan. Aunque la velocidad despojaba de fuerza al tema, la letra brillaba como los huesos que había visto relumbrar por la mañana. De regreso a la carretera, mientras recorremos una ruta que antes perteneció a México (de Tucsón a Ajo, todo este terreno recorrido fue parte de La Mesilla), escuché la versión original de Dylan no como una prolongación de las exequias recién presenciadas sino como una extensión de los afectos.
“A Hard Rain’s a-Gonna Fall” relata la historia de una madre que pregunta a su hijo qué ha visto y oído durante una dilatada ausencia. Escrita en el 62, no pocos han relacionado la letra con la crisis por los misiles soviéticos dispuestos en Cuba y la paranoia de la Guerra Fría.
Sin embargo, “A Hard Rain’s a-Gonna Fall” no invoca un apocalipsis. Hacia el final del tema el correlato emerge: el hijo abandona su papel de retornado, para anticipar a su madre que habrá de subir a una montaña y anunciar un chubasco bíblico. Con la lluvia, Dylan no se refería a misiles que anteceden una catástrofe atómica, sino a la redención inesperada que cae sobre justos e injustos.
De eso me convenzo en un cuarto de hotel en Tucsón donde las lluvias son escasas pero caen con la fuerza suficiente para anegar los caminos y dar aliento a los cactus; donde los trabajadores federales buscan trabajos emergentes mientras Trump cierra el gobierno con el fin de doblegar al Congreso y construir su muro; donde los gringos admiten que los mejores hotdogs del estado se sirven en el Güero Canelo, un restaurante fundado por un sonorense y atendido exclusivamente por mexicanos; donde el dependiente de una tienda de cómics leía Barrier, obra de Brian K. Vaughan que mezcla los dilemas de la migración en la frontera México-Estados Unidos con encuentros alienígenas.
Esta es la ciudad donde una estatua de Pancho Villa, el único extranjero que ha invadido Estados Unidos por tierra, se erige en el centro de la ciudad como un símbolo controversial. Residentes de derecha han pedido quitarla en franca revancha por la retirada de estatuas de confederados; en respuesta, los mexicanos esgrimen que, a diferencia de las efigies demolidas, este regalo de López Portillo nunca estuvo respaldado por un sistema legal racista.
Esta es la ciudad donde una tienda de armamento y cacería, refugio por igual de campistas y de simpatizantes de Trump, vende botas usadas por soldados norteamericanos; por una hora, Esteban trató de calzarse sin éxito varios pares botas y supuse que la talla que no encontró era metafísica: es difícil ponerse en los zapatos de un soldado.
Pero así como es difícil ponerse en los zapatos de los chicos que juegan a las guerritas en la base militar de Ajo, es difícil ponerse en los zapatos de aquellos que cruzan los terrenos adyacentes, donde las aves hacen sus nidos con las cabelleras de los muertos, mientras escuchan el estruendo cercano de balas y cruzan claros artificiales donde la arena se cristalizó con el fuego de las bombas.
En un cuarto de hotel, me pregunto cómo sería esa lluvia capaz de convertir esta aridez en pastizales, una lluvia que caiga sobre peregrinos y residentes, sobre propios y extraños, en esta tierra en disputa donde unos escuchan a Dylan como una profecía incumplida y otros esperan el fin de los martirios, el verdor infinito del desierto.
Por @edegortari PlumasAtómicas